5 de julio de 2013

Se va un rubio soldado montonero

Nahuel Valentini también se va de Central: lloran las matronas, lloran las nenas de las plateas, ríen los precios de la soja y del trigal. Un defensor bestial más se enrosca a su mochila, se mete en un Alitalia y se va a cazar fortunas modestas a la boca latina del imperio de la nostalgia.

Uno, dos, tres departamentos... la fuga económica es el consuelo de los analfabetos. ¿Qué piensa una persona que se muda de un continente a otro, de qué huye, de la devastación? 

Este rubio soldado del montón trabaja de cabecear pelotas, siete, ocho, nueve por partido. Y así agarrota las mandíbulas de los hinchas, las colma de complacencia: el hincha quiere la confusión, quiere rabia, quiere a la bestia. El hincha odia al jugador de ataque, no porque le exija más, sino porque pierde pelotas.

Hay dos maneras terriblemente distintas de estar en una cancha de fútbol. Los héroes de la retirada, los obsesivos, los melancólicos, pensamos únicamente en el arco propio, no nos soltamos nunca, cultivamos la cautela: la pelota nos da terror. Tú eres mi seguridad, le decimos, como en una canción de Hermética, al esférico cuerino. Defendemos con esoterismo, con saña, con paliza, con el miedo que esconde la máscara del verdugo. Los felices atacantes, en cambio, los ala tornantes, los cautivos del gol, van para allá y no piensan en lo que dejan atrás. El organigrama de su juego es el de una oferta hostil. Tiran billetes en los tobillos de los perros. La alegría contra el miedo, la acción contra el pensamiento, el engaño contra la obcecación.

Nahuel Valentini, el ídolo del sentido común vegetativo de la platea, se va de Central a ver si muerde. Un trotamundos del cascado de tobillos se va del grupo: no lo lloro, pero me identifico con él. En las áreas gigantes de los torneos de los cantris, de los colegios privados, el Watson Hutton, etcétera, en los noventa, torneos de los eventeros amateurs, en las canchas de fútbol de los salvados hasta ahí, yo iba en un Uno o un Fiesta y salía aferrado al número seis, o al dos. Salía con la carga en mis espaldas de una vida que me tenía confundido. Gritaba como un loco, ordenaba la defensa, trataba de dársela redonda a uno que más o menos supiera, evitaba prodigarla a mis compañeros animales. Era virgen, o no tanto, me emborrachaba en el CODO, en la City, en El Cielo y en El Federal y después salía a desplegar mi terror en pastos dignos de mis ternezas. Era el último de los posadolescentes vírgenes. Hice algún gol en contra, vi la roja más de una vez, me llevé a rivales del campo con alguna provocación. Así también Valentini: prodigó sus citas de los salmos en tuiter, y también en los campos verdes del conurba donde le tocó garronear a esos dieces medio diabólicos que tiene todo equipo de la Nacional B que se precie. Hizo goles inconfesables, en contra, y allá fue también a buscar alguno al área rival, y lo logró, y lo gritó con la rabia de los que conviven con el miedo. 

Ahora el rubio soldado del montón se va a poner otro trapo.

Hacelo por los que no llegamos, Nahuel. Que Dios te acompañe.

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