Elegía para la partida de un guerrero
Jesús
Méndez se va de Central: los teros chillan sobre los potreros de soja,
en los tambores de los camiones de nafta Shell que van por la autopista
pasan películas tristes y los párpados de los defensores embrutecidos de
la Pampa Gringa se hinchan y enviolecen.
Encaré
la temporada 2012/2013 en la mitad del camino de la vida, gambeteando a
las decepciones y buscando la serenidad; mi padre encaró la jubilación y
mi hijo corrió por la tierra de nadie que va de la escuela primaria a
la secundaria. Jesús Méndez fue la última esperanza en el medio del
campo, nuestro catcher en el medio de los yuyos.
Los
códigos mercenarios de las ilusiones siempre encuentran su límite en un
principio de realidad, un fondo de sensatez abrigado por la pasión. En
la gramilla cascada del Nacional B, en la tierra yerma de las segundas
marcas, marcado cada partido, en la cabeza, por cortes de pelo al ras
que dibujaban metáforas herméticas, talismanes de aliento guerrero,
Jesús, Yísus, se burlaba de la corporación de los mecánicos del juego.
Mi
hija, princesa rusa de la sensibilidad, se hizo canalla. Central,
Central es un talismán: vamos al Gigante de Arroyito a educarnos, a
hacerle un homenaje al entretenimento creyente, al horizonte de libertad
que fue la infancia.
La
temporada 2010/2011 fue un abismo, la 2011/12 el arroyo seco donde
recuperamos el sentido: es raro, mi vida más o menos coincide con el
andar canalla. En un partido en una cancha de rancio cabotaje barrial,
contra Ferro, en 2012, uno gritó: “¡Dásela a Méndez, hijo de una gran
puta!”. Había desesperación y verdad en ese grito.
Un
amigo mío, un flaco de fútbol sutil, era hincha de Ramón Díaz: hubo
varias temporadas en que fue hincha de la Fiorentina. Los rituales de la
reválida, las exigencias en los foros de los hinchas, la ilusión
adolescente con los ídolos, ¿importan? Jesús Méndez se va de la banda y
lo lloramos.
Las
metáforas del fútbol están agotadas, al menos para mí. Pasan los
cuarenta y entre tantas cuentas regresivas arranca la de las palabras.
Quedan cada vez menos. Somos fantasmas enmudecidos con gestualidad
italiana. Nos gusta una anécdota.
Esta:
en el entretiempo del partido decisivo entre River y Central, mientras
nos apretábamos en una platea Río imposible, un defensor de cuyo nombre
no quiero acordarme entró al vestuario y dijo que había arreglado el
empate con Ponzio, el capitán de las gallinas. “¿Vos estás loco?”, le
dijo Méndez. Y empezó a patear los lockers.
Central
iba primero, faltaban cuatro fechas, el partido salió cero a cero, en
el siguiente no pusieron a Jesús y Central empezó a perder el ascenso.
Se iba de joda, tenía quilombos, se casó, tuvo un hijo, se separó, se
fue de joda.
Es un animal, un demente, un tocado, un sensible, un perceptivo, un organizador. Nunca olvidaremos tus locas locas bicicletas de la Play, la genialidad descabellada de aquel gol que casi fue en contra y la forma como nos acarició, una noche helada de esperanza, a León y a mí que estábamos parados en los asientos de abajo de Cordiviola, ese tiro libre que tallaste en el marquito del arquero de Independiente Rivadavia.
Hasta la vista, Yísus.
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