15 de diciembre de 2014

Bailando en la oscuridad

(Publicado en revista Brando 105, diciembre de 2014)

Cuando escuchamos por primera vez a The Cure, todavía nuestros padres no nos dejaban tener sexo, pero ya nos dejaban tener miedo. No hacía mucho que habíamos ido por última vez al Tren Fantasma del viejo Italpark del Bajo y Callao. No sabíamos que sería la última, claro: ¡no sabíamos tantas cosas! El Tren Fantasma era una especie de ritual de pasaje: el roce de telas de araña hechas de hilo, el giro de un Frankenstein de mecánica frígida y las brujas con sombreros de paja sucia nos introducían al miedo. También nos habíamos juntado en lo de mi amigo Cabe a ver Halloween, a tener más miedo; empezábamos a andar solos por la calle a la noche.
Muchas cosas, a esos doce, trece, catorce años, nos pasaban por primera vez. En esas iniciales incursiones democráticas en la noche de la ciudad de la furia, nos había sorprendido ver bandadas de chicos algo más grandes que nosotros deambulando con capotas oscuras y sombreros, varones con los labios pintados. Más tarde los sociólogos los agruparían con un nombre: tribus urbanas. Pero ya entonces se los designaba con una etiqueta en inglés: eran los new romantics. Raros entre los raros, se esforzaban por escuchar música que nadie más escuchara. Con la boquita también pintada, cruces colgando de las orejas, esculturas en el pelo con mucho spray, un inglés de Lancashire, educado en el catolicismo, se convertía en icono de la poética de la oscuridad. Era Robert Smith, el líder de The Cure.
Los diarios --en papel, claro-- traían las noticias de la extenuante batalla entre Karpov y Kasparov, dos de nuestros héroes soviéticos que durante cinco meses intentaron dirimir en Moscú, sin éxito, quién era el campeón mundial de ajedrez. La tecnología, como siempre, traía promesas: esta vez, bajo la forma de un pequeño disco plateado, redondo, espejado, nos prometía música irrompible, auricular. Una tarde nos juntamos en lo de mi amigo Dani a escuchar por primera vez un compact disc. Era una casa con jardín y pileta, y Dani había colgado en su cuarto unas lanzas usadas por un antepasado suyo que había combatido para el Ejército Grande de Urquiza. Bajamos al living y el padre nos dio a elegir entre dos CDs que había traído de los Estados Unidos junto con el flamante equipo: Born in the USA de Bruce Springsteen o The Head on the Door de The Cure. Optamos, primero, por los alaridos y susurros del pionero americano. Su “Dancing in the Dark” (“Bailando en la oscuridad”) no pudo ser prólogo más indicado para pasar al agónico inglés y su ballet. Probamos el control remoto --algo inaudito-- y elegimos la canción número siete del disco de The Cure que estaba llevando a esa banda pornográficamente oscura al éxito comercial: “Close to me” abría con el crujido de una puerta para descubrir el corazón de su melancolía bailable. Escucharíamos cientos de veces, en las fiestas por venir, esa canción e “In Between Days”, y al año siguiente “Boys Don’t Cry” y más tarde “Just Like Heaven” y “Friday I’m In Love”. Románticamente, las mejores canciones alegres del pop las hizo un promotor de la tristeza.
En nuestras muchas horas de ocio adolescente, nos sumergimos en la historia de la banda: pasamos por Boys Don’t Cry, del 79, con la primera versión, austera, de “Boys Don’t Cry”. Y con “Killing an Arab”: todo músico pop que se precie tiene que haber leído un libro de culto y hacer una canción sobre él; en este caso, Robert Smith había ampliado sus ínfulas existencialistas después de leer El extranjero de Albert Camus. Nos compramos, incluso, el LP de Pornography publicado en 1982, lo más dark de lo más dark, alaridos de angustia que poco después versionaría en Buenos Aires Don Cornelio y la Zona, otra banda de extrañamiento  adolescente.
Del punk al gótico y del gótico al pop: The Cure era una búsqueda anímica. En el 87 bajaron a las pampas verdes del estadio de Ferro, y allá fuimos. Los chicos todavía se tomaban en serio al rock, como algo amenazante, e hicieron lío. Los incidentes en los estadios no eran algo que fuera de la mano con la poética de The Cure, y dañaron el corazón de Robert Smith, que tardó veinticinco años en volver a la Argentina. Cuando lo hizo, ya era inmortal: nos había dado un hermoso puñado de grandes canciones. Lo mejor que nos dio el pop vino del punk y de la tristeza.

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