14 de octubre de 2014

Canciones rebeldes y chicas llamadas Fiesta

(Publicado en revista Brando, número de octubre de 2014)


En las fiestas de los suburbios, las de los departamentos, las de los colegios, de repente la música se paraba y nuestro inglés paparrucho captaba eso que una voz juvenil de tenor decía rodeada de la fritura de gritos y aplausos: “This song is not a rebel song, this song is ‘Sunday, Bloody Sunday’.” Era 1985 y el DJ había puesto algo que, para nosotros, era una banda nueva. Internet no existía. La revista Pelo nos explicaría que el nombre de la banda era un juego de palabras (“You Too” = “Vos También”) pero también una alusión a un avión espía norteamericano que en 1960 había sido derribado en territorio soviético.
Tras el alegato integrista de Paul Hewson (que entonces se hacía llamar Bono Vox y tenía, al momento de grabar esa canción, 23 años), venía la apertura rítmica de Larry Mullen Jr: un redoblante militarista acompañado por un violín eléctrico. Y ahí todos empezábamos a saltar, sin saber por qué. Acompañar las palabras iniciales de Bono y retozar al compás de “Sunday, Bloody Sunday” se convertiría en un ritual de aquellas iniciaciones en la vida nocturna, y U2 en la banda preferida de muchos de nosotros, adolescentes de esos años. ¿Qué tenían los cuatro dublineses para darnos, qué venían a decirnos?
Fraseología de sermones católicos irlandeses y anécdotas de la Guerra Fría: ese era el bagaje de U2. Faltaba poco para que la larga tensión entre la Unión Soviética y los Estados Unidos se disolviera en el aire de Berlín. Pero el imaginario de un mundo bipolar todavía gobernaba nuestras cabezas. “Pride (In the Name of Love)”, publicada en 1984 en The Unforgettable Fire, era sobre el asesinato del pacifista Martin Luther King. “New Year’s Day”, otra canción cuya versión en vivo traía Under a Red Blood Sky, era sobre Solidarność (Solidaridad), el sindicato polaco que, liderado por Lech Walesa y apoyado por Juan Pablo II, fue el puntapié inicial de la caída de las dictaduras del proletariado.
En la tapa inolvidable del LP de Island/Ariola que compramos, seguramente, en una disquería barrial, adelante de un cielo naranja se adivinaba la silueta del cantante portando una bandera blanca. Un tiempo más tarde, un canal de televisión abierta programaría el legendario recital de U2 en Red Rocks, Colorado, donde se había sacado esa foto y se habían grabado parte de las canciones de Under a Blood Red Sky. Allí veríamos a Bono apretar bien fuerte, por primera vez, con una mezcla de histeria masculina y condescendencia, a una groupie que se subía al escenario. Casi quince años más tarde, en el 98, lo veríamos hacer lo mismo, en una visita a Buenos Aires que llegó tarde, cuando ya, como ellos, habíamos dejado de ser rebeldes y católicos: ya no éramos tan jóvenes.
Under a Red Blood Sky incluía “Gloria”, cuya letra traía partes en un latín que nos era familiar porque, como Bono y sus muchachos, nosotros también habíamos ido a misa. E incluía también “Party Girl”, una canción juguetona sobre sexualidad adolescente.
U2, en aquella primera etapa de fines de los setenta y principios de los ochenta, fue parte de una nueva ola de la fórmula madre del rock --guitarra, bajo y batería-- a la que en esa década se le sumaron los colchones de los teclados Roland. The Police fue la fineza y el cool del jazz convertidos en inolvidables canciones de pop rock, The Cure las melodías pegadizas para depresivos vistosos y The Smiths la música que les permitió a los heterosexuales curiosear con lo gay; U2 fue pospunk con bajada de línea.
Su mezcla de rebeldía y conservadurismo, de solemnidad y sexualización, atraparía nuestro inconsciente: acompañar la trayectoria de una banda es acariciar nuestros sueños. Acá transitábamos el alivio social alfonsinista, la resaca de los tiempos violentos. Las alusiones de los U2 al IRA repercutían en nosotros, hijos de los años setenta. Eran irlandeses, es decir, católicos con issues antibritánicos: un compuesto familiar a la atmósfera cultural de Buenos Aires, subrayado tras la Guerra de Malvinas.
La buena-mala conciencia de Bono, la curiosidad musical de The Edge y la intensidad primal de la base compuesta por Larry Mullen y el bajista Adam Clayton (que en algún momento se anotó el poroto de salir con la modelo Naomi Campbell) compondrían uno de los mapas que mi generación usó para entrar al mundo de los adultos.

U2 fue una compañía cambiante, luminosa y oscura, inocente y cínica. Tuvo, como nosotros, distintas épocas. A la crudeza idílica de su primera etapa le sucedería la exploración atmosférica de The Unforgettable Fire y The Joshua Tree (que incluía el megapuñal amoroso titulado “With or Without You”). Rattle & Hum, de 1988, sería una especie de historia de las influencias del rock americano, y en Acthung Baby (1991), gran horóscopo político-estético de los noventa, los U2 girarían bruscamente para devenir sombríos, electrónicos y berlineses, y convertirse en una empresa comercial gigantesca. Los 2000 los encontrarían, como a nosotros, adultos, es decir, volviendo a sus raíces.

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