26 de marzo de 2014

Todo lo sólido

Segunda notita de una serie sobre mis partidos de la selección argentina, publicada en Brando de marzo:

Argentina 1-Alemania 0, estadio de Vélez, 16 de diciembre de 1987

1987: todo lo sólido está a punto de disolverse en el aire: en la Argentina, la democracia cuya primavera empieza a pudrirse; en el mundo, la Cortina de Hierro que separa a rusos & su compañía europea del capitalismo; en mi corazón, las ilusiones adolescentes musicalizadas por las épicas capas de guitarras de U2, el rock nacional y los lentos inmortales de Foreigner, que ese año me ayudaron a bailar apretado, por primera vez, con una chica. Tengo quince dulces primaveras. Todo lo sólido se disuelve en el aire. Soy del país campeón del mundo; mi equipo, Rosario Central, también salió campeón ese año. Palma, Gasparini y Maradona dibujaron fantasías en el pasto a las que costará desacostumbrarse. Habrá que hacerlo, los años lo harán -y es por eso, por la pérdida de la costumbre, que hoy, tanto después, nuestros cañones sentimentales, trepados al misil de Messi, apuntan con tanto deseo, con tanta unanimidad, al Maracaná.
Pero en nuestra edad de oro, 1987, todo es posible: incluso que los Panzers alemanes, como los llamaba por entonces un Gráfico con la historia de los mundiales que leíamos a repetición, bajen a esta tierra de indios en boleadoras para medirse otra vez con la banda del Narigón Bilardo, con Diego y su ballet palustre.
Es diciembre, y con mi viejo y mis hermanos encaramos para el templo glacial de Liniers, de ese Vélez que transita la prehistoria de sus años de máquina invencible. En la grama donde el Ratón Zárate y el Cholo Simeone hacen sus primeros pininos con la globa, Argentina y Alemania interpretan la remake de la final del 86. Una especie de resto de cortesía amateur indicaba que el campeón, al año siguiente, le daba la revancha a su segundo. Fue la última vez que esa revancha se jugó.
Bajo un cielo rojo sangre, 60000 tipos se aturullan para ver el partido. La Selección del 86 no estaba integrada por grandes ídolos de los equipos populares. Salvo Bochini, que en el Mundial apenas entró unos minutos, para que el barrilete cósmico le dijera “Dibuje, Maestro”, y el propio Diego, la mayoría eran máquinas de las fábricas de Ferro, Estudiantes y Argentinos, más algún extranjero como Valdano. La formación de Argentina esa tarde se parece bastante a la que jugó la final en el Azteca. Los alemanes, sus nombres con consonantes fuertes (Karl Heinz, Hans Peter, Lothar), son una pandilla entrañable, de esas que da un miedo consolador tener del lado oscuro de la fuerza. Alemania no trae al fino Rummenige, al bestial Briegel y al motociclista Brehme. Pero sí vienen en cambio Matthäus, el violín de la orquesta de Beckenbauer, y Jorgito Klinsmann, que no había estado en el Mundial 86 pero se atascaría decisivamente con las piernas de Sensini en la del 90, todo futuro desprendido de sus pelos rubios al viento.
Se libra un capítulo de ese combate que se convertirá en un clásico de la Era Maradona: cinco de los siete partidos jugados por esas dos selecciones entre el 84 y el 93 los ganará el team del pequeño mago correntino. Es la era, también, de los mediocampos ríspidos, abigarrados. La falta de pista olímpica me va a permitir alimentarme esa tarde con un tesoro que todavía tengo en la memoria: Dieguito jugando a seis, siete metros de mí, poniendo toda su astucia y su angurria para burlarse de los temperamentales. El partido es eso: el canto a sí mismo de un hombre, un equipo, un país y una época. Lo que me acuerdo mayormente en las tribunas es del silencio, la conciencia maravillada de la masa, un instante suspendido en el oro del presente. El partido es trabado, una construcción fulera como todo lo que siempre vino de Bilardo. La mejor jugada del partido es una vueltita sobre sí mismo que da Batista en el costado izquierdo de su propia área. ¿Qué está haciendo el Checho, lentamente? ¿Filosofía? Paciencia: está construyendo una joya del gran arte del fútbol: genio y coordinación. Va, para, baila, cree que mejor dársela a un tiburón del fondo, no. Con los ojos de su espalda ve que el picaresco Diego pica, pica, pica. Batista manda el pelotazo paralelo por encima de las cabezas amarillas. La agarra el pequeño bocón y ataca de nuevo, pincela derrapes rivales, centro y gol de Burru, que por segundo año consecutivo le hace un gol de caño a un arquero alemán. Uno a cero, palo y a la bolsa, en casa de herrero cuchillo letal. Mucho más tarde, otro joven maravilla de los ochenta, el ajedrecista maradoniano Gary Kasparov, pondrá en tuiter: “Toda transición es dura”. Se refiere a su vida, al precio de ser un joven exitoso. Pero aplica para todos: todos nos armamos una edad de oro de la cual será difícil desprendemos. Treinta años después, busco en las canciones y los goles del presente las señas de una tarde, de una era como aquella.


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