31 de agosto de 2013

Marx, muerte y melancolía: la balada del policial negro

Después de que Marx contara sus fábulas, de que pronunciara sus sermones desde los talleres industriales, ya nada fue lo mismo. O eso nos hicieron creer. Los héroes de la crítica materialista transformaron su melancolía en denuncia de la mercancía. Y fueron a buscar a sus alter ego, dobles agentes del capitalismo y de la redención (faz eufórica, esta última, de la ciclotimia del escriba): los autores de novelas policiales, en letanía casi bíblica, repetían una y otra vez el Texto, el Género, obrando en la dicotomía de siempre, la de la repetición y la diferencia. La melancolía de trasnoche, el solemne punto final que, tierno, creyó infligirle Marx a  la filosofía idealista, infiltró el virus de la proyección: los trabajadores eran los nuevos héroes, su infelicidad encontraría consuelo en el paraíso en la tierra, adentro de la historia. Los neoevangelistas de las cuevas citadinas fueron a por los que hurgaban en lo sórdido. 

Todo debía ser dado vuelta a la luz de la nueva buena nueva. Los autores de novelas policiales operaban en el núcleo mismo del capitalismo, en las nacientes industrias de los servicios. Como todo productor simbólico, los melancólicos de la crítica fueron algo exagerados en su valoración de la influencia de las palabras, de los relatos. Terminaron aseverando que todo era cultura. Y las novelas policiales americanas estaban en el centro mismo de la nueva cultura: proveyeron el relato secreto del Imperio naciente, el Lado B de una nación que se haría experta en venderse a sí misma, un Lado B contado como Lado B, en versión de pulpa, berreta, baja, menor: arte por fuera del Gran Arte, arte popular y barato, que las elites y sus modas, sus reductos universitarios, redescubrían periódicamente. Al igual que en las viejas industrias secundarias que obsesionaron a Marx, en las industrias culturales, en el corazón del Imperio del Aura Perdida, los verdaderos artistas eran los trabajadores, los autores de arte serial, fordista. Gemas en los paisajes carboníferos de la minería simbólica.

En cuevas similares a las de sus héroes imaginarios (impersonales, transitorias, modestas), los autores de novelas policiales tecleaban obsesivamente. Servían al mercado, se consagraban a la imaginación técnica, a componer el canto mecánico del mensaje imperial; pero fueron vistos, quisieron ser vistos, como críticos, como objetores de conciencia de la industria a la que servían: no en vano 1280 pop de Jim Thompson  empieza con la Revolución Rusa: mensaje en una botella. La literatura policial narra el siglo veinte americano. Si el policial británico era hijo, hermano de la esfera pública creada por los diarios, el policial negro está al servicio, y se alimenta de, esa nueva tecnología que recrea la escena de la caverna platónica: una sala a oscuras, llena de gente, poblada de imágenes ilusorias que forjan las nuevas sensibilidades; el cine. 

¿Qué buscaba el público de la ficción policial? Buscaba la consolación de la policía, digamos parafraseando a Boecio, el último romano. La poética de los Estados Unidos bajó las metáforas a tierra. El realismo del policial era quizás un retrato de la nueva sociedad. En California, la nueva fábrica mundial de los sueños, el policial registraba el lado oscuro de la vida aventurera: las identidades reinventables (mediante cirugía, escapismo o dinero) y las fortunas cambiantes de una era de transformación a lo Balzac. Parodiando la furia sermonera de los pastores (Faulkner en cualquiera de sus libros, incluyendo Gambito de caballo, o Borges cuando en “La intrusa” sintetiza con un par adjetivo-sustantivo --”sórdida unión”-- la desviación de la norma sexual), la literatura policial reponía la sensación de inseguridad.

Pero, anteúltimo formato de la inconsolable pregunta por la muerte, el policial es, como quiere Faulkner en “Un error de química”, el género que proyecta la sombra. Todo relato es funcional: necesitamos, dice otra vez el narrador de la guerra perdida del sur, el triunvirato de asesino, víctima y deudo porque se requieren dos como mínimo para postular las verdades de la injusticia y del pesar. Libro procaz, catálogo, a la manera bíblica, de la inmoralidad sexual (de la nueva sexualidad espectacular, de la exhibición censurada de las nuevas evas), el Libro Policial es justiciero, moralista: demasiados [chantajistas] han vivido, sermonea Sam Spade en el final del cuento homónimo. Los operadores de la información (versión moderna de los guardianes de los libros ocultos), juegan como estos en el límite, recrean (como el psicópata Nick Corey de Thompson, que alucina las escenas vividas por todas las personas que pasaron por la casa de una de sus amantes) a los fantasmas: es a ellos a quienes la literatura convoca, siempre. Toda literatura policial, toda literatura, es una historia de fantasmas.


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