1 de mayo de 2013

Esta noche (Silvio Mattoni)




Las reuniones de amigos de sus padres
o las fiestas de cumpleaños familiares
les ofrecen un teatro y en las horas
previas se ponen a ensayar canciones
inglesas. Francisca organiza los arreglos
vocales de las tres sopranos con distintos
matices tímbricos. Margarita se aprende
los acordes sencillos de guitarra
con su acústica nueva que sabe agarrar
inclinando la cabeza, dejando caer
un poco el pelo claro. Las dos mayores
tienen años de actuar, de mirarse crecer
pero Angelina innatamente asume
el papel que le toca, afina su viejo
violonchelo, que heredó, lee las notas
también del bajo eléctrico por si acaso
le den un giro rítmico y marcado
a las canciones. Se enchufan, se desenchufan
mientras nosotros hacemos la cena
o vamos a comprar lo que hace falta
siempre. Y a la noche, cuando han llegado
más de veinte amigos, conocidos, alumnos
o turistas literarios, Francisca anuncia
por el micrófono con su voz persuasiva
de sólo diecisiete: “Vamos a tocar”.
El piano de la mayor desarrolla el tema
pero las cuerdas de sus hermanas profundizan
el sentimentalismo de la letra
alzada desgarradoramente en canon:
“Dame un segundo, tengo que ordenar
la historia. Mis amigos se fueron. Mi amor
me espera del otro lado de la mesa.
Se nublan los anteojos y preguntan
por una cicatriz, el hueco del sentido
no correspondido o la ausencia que seremos
en pocas décadas”. Invento todo aquello
que el inglés me niega, excepto el estribillo
lacerante, agudamente suplicante.
Lo espero, pero el relato sigue y dice:
“Entre el alcohol, las sutilezas, las grietas
de mis faltas sin disculpas, ya sabés
que me esfuerzo en inventar soluciones
imposibles. Y cuando se termine
la fiesta, deprimido, te voy a llevar
a dormir”. O algo parecido; el ritornelo
es éste: “esta noche somos jóvenes,
incendiemos el mundo ya, podemos
brillar más que el sol. Sé que no soy
todo lo que tenés, supongo, pienso
encontrar otros modos de caernos.
Volvieron los amigos. Brindemos porque ya
encontré a alguien…” Suben las voces claras
estirando las sílabas, los diptongos vocálicos
de nuevo: “Esta noche somos jóvenes,
incendiemos el mundo… El humor
está conmigo, no tengo por qué
escaparme, que venga alguien esta noche”.
Si entendiera el inglés, me sorprendería
aún más cerca del llanto ese llamado
al cielo oscuro que encienden mis tres hijas:
“No llegaron los ángeles, nunca, pero
puedo escuchar su coro, que venga alguien
esta noche, somos jóvenes”. Un amigo
poeta me comenta que la frase
no se aplica a nosotros. Angelina
mueve el arco y el violonchelo llora
porque el momento de máximo brillo
está siempre muy cerca del final.
A esa declaración de los derechos de chicos que se encienden por instantes le dicen “diversión”. Pero los que brindamos pasamos ya la parte que subía del camino dantesco. La noche que prendimos se parece a un recuerdo, aunque las sílabas “nai-ia-ia-aaai”, que estiran el final de la palabra “noche”, la convierten en vela intacta, blanca, fría, para después. No somos jóvenes, nadie va a vanir a buscarnos. La lágrima escondida en la cara de un padre se transforma en cera. Las tres van a ascender dentro de poco a las desdichas de la autonomía y yo las tapo con algo de silencio para que no se apague esta noche, “tonight we are young”, brillen más, préndanse más que el sol.



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