24 de julio de 2012

Una historia de amor con final feliz (Julieta Mortati)

Cuando terminó el secundario, Mara no soportó más ver a su mamá comer de la cacerola cuando todos terminaban de comer, a su mamá con la mirada clavada en la llave de gas de arriba de la cocina, como si su mente estuviera participando de otra dimensión. La mamá de Mara se levantaba de la mesa e iba directo a la cacerola, como si fuera una actividad más pos cena, como si pasarle la lengua a la cuchara y llenarse la boca de aceite fuera igual que limpiar la mesa con un trapo.
Ni bien oyó, a las tres y media de la mañana, que sus padres salían de la casa para abrir el puesto de diarios en Plaza Flores, Mara fue a la mesa de luz de su papá, metió la mano en el cajón y hurgó entre los juegos de llaves. Uno decía Atuel y Montes de Oca, el otro Tribunales y Corrientes, el último Pueyrredón y Rivadavia, 7mo A. Se quedó con este último, le gustaba que fueran dos próceres, estatuas con las que sentía cierta afinidad. Sus nombres los había leído en la primaria y lo que se conoce en la infancia siempre es más cálido. Le traían buenos augurios, Rivadavia, Pueyrredón. Mara pensaba así. Se fue con una valija con rueditas y la almohada. Siempre quiso irse de su casa con la almohada sobre una valija. Llegó al edificio, subió hasta el séptimo. Buscó la A, abrió. Había unos papeles debajo de la puerta que quedaron marcados con la mugre que las rueditas traían de la calle. Prendió el calefón, había luz y línea de teléfono. Se tiró en el suelo con la cabeza apoyada sobre la almohada y esperó mirando el techo que se hicieran las ocho. Fue a la cerrajería y cambió la cerradura.
Así fue como Mara empezó a vivir sola.

El primer mes vivió con los ahorros que había juntado con la plata de la confirmación y lo que los padres le habían regalado por haber terminado el secundario. Consiguió trabajo en un call center. Trabajaba de 8 a 17 y tenía una pausa de siete minutos cada dos horas, más media hora de almuerzo. Atendía a gente de Estados Unidos y Canadá que tenía problemas con estufas.
–Good morning, I am Mara Rodríguez from Ecoheaters, your company for natural heating, how can I help you?
Las estufas eran ecofriendly y echaban un gas que propiciaba la procreación de las aves. Recibía llamados desde Wyoming, Indiana y Ontario. Ella les preguntaba cuál era el problema con la estufa y les hacía de puente con el servicio técnico. En general, el problema eran que las aves empollaban arriba de las salidas de aire y se tapaban. En la oficina, Mara sudaba. Era pleno verano y del aire acondicionado salía un suspiro de animal a punto de morir.
Una tarde bajó a comprarse un sándwich de jamón y queso. Sentía que la dieta a base de yogur y cereales la estaba debilitando. Delante de ella, en la cola del almacén en hora pico, había un chico con muchos rulos, las manos peludas, los brazos peludos, la nuca peluda.
–¿No tenés calor con tanto pelo? -le preguntó Mara.
–No, el vello aísla el calor -le contestó Pol.
Empezaron a salir, y al mes de romance Pol y Mara ya estaban viviendo juntos en el dos ambientes de los próceres.
Pol es el albacea de una viuda judía que no sabe manejar. Pol recorre la ciudad arriba de un BMW.
Mara y Pol tienen las discusiones que tienen todas las parejas que se aman y viven juntas. La otra noche, Mara vio el jamón crudo podrido que Pol había comprado hacía quince días y le fue tirando los 200 gramos en fetas. Pol no dijo nada, como si la reacción de Mara le hubiera parecido un método efectivo para no olvidarse de vaciar la heladera.
Un viernes después del trabajo, Mara apareció en el departamento con una bolsa de pañales para adultos. El plan era pasar todo el fin de semana haciendo pis en los pañales descartables. Pol aceptó. Le pareció un gesto de futuro, una manera hermosa de experimentar la vejez juntos.
–Estoy haciendo pis –se decían, como cuando uno se mete al mar con alguien y le avisa para ver si le da asco, para tirar de la cuerda y probar hasta dónde aguanta el amor.
Otro día, fueron a la casa de su hermana que tiene pileta climatizada. Mara había engordado y se había puesto una bikini de hilito y cantaba con la melodía de la lambada llorando se fue y hoy me siento en Budapest. Hacía la plancha y tiraba agua por la boca. Pol la miraba sentado al borde de la pileta, con la campera de pluma puesta.
–Pol, ¿por qué no te ponés cómodo y te metés al agua? –le preguntó su cuñada.
–Es que lo depilé y le da vergüenza –respondió su hermana.

Un jueves, la viuda viajó a Mar del Plata a la reunión de Burako que organizan todos los años sus amigas en las Torres de Manantiales, y Pol tenía que cuidarle la casa. Era una especie de petit hotel. Esa tarde, Pol le mandó un mensaje de texto a Mara.
–Thunder
–Flash –respondió Mara, y Pol le pasó una dirección.
Pol puso un mantel blanco sobre la mesa, y cuando llegó Mara, los platos ya estaban servidos con una carne morada y verdura gratinada. No se dijeron una palabra. Escucharon el crujir de la madera, el ruido de algo arrastrándose sobre un vidrio, como si lo que sonara fuera un disco dadaísta. De postre, Pol sirvió un almendrado. Cuando terminaron de comer, Pol la agarró de la mano y se adentraron en la oscuridad de la casa. Subieron un piso por escalera, atravesaron un pasillo y Pol abrió una puerta. Atrás se oía el correr del agua. Delante de sus ojos se abrió un paisaje. Había una laguna verde con una cascada de la que caía agua, como en los especiales que pasan de África. Había elefantes e hipopótamos en tamaño real, un águila, un antílope, un león avistando el paisaje sobre unas rocas, al que se le movía la melena por la acción de un ventilador oculto. Un puma estaba echado en las ramas de un árbol.
El marido de la viuda era cazador y había dedicado su vida a recrear el lugar del que estaba seguro que había pertenecido en otra vida. Las paredes y el techos estaban recubiertos de una especie de atardecer. Estar rodeada de tanta muerte a Mara la excitó. Se paró y empezó a caminar entre los animales, como si fuera Eva antes de la pérdida del paraíso. Al borde del lago, se sacó las botas, se empezó a desvestir y se metió al agua. Pol la siguió, no de modo automático, si no como si aceptara el reto del destino. Y Mara era eso para él, su destino, lo que le había tocado, y se sentía dichoso por eso. Hicieron el amor en el lago. Mara acabó sobre Pol con la mirada clavada en los ojos vacíos del cocodrilo que estaba por meterse al agua. Las aves chillaban.

1 comentario:

El reloj de Kafka dijo...

Me gustó mucho. Felicitaciones!