13 de junio de 2011

El buda de traje

El 1 de junio, las máquinas de escupir noticias reprodujeron hasta el mareo que un grande de las monarquías europeas, la Casa de Borbón, había decidido darle a un músico canadiense llamado Leonard Cohen un diploma, 50 lucas euros y una escultura de Joan Miró, que son los objetos que se le dan al ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
Los y las que todavía tenemos discos de CBS/Sony y libritos de Visor autorados por Cohen, editados en los años ochenta en Madrid y traídos a estas costas distantes por el 1 a 1, nos alegramos con el premio. Pero nos preguntamos, también: ¿qué diablos es el Premio Príncipe de Asturias? ¿Y por qué un premio literario a un músico? Lo segundo es lo más fácil y lo más interesante de responder, quizás. Vayamos a lo primero. A los premios.
A nuestra vieja Madre Patria, recordemos, moderna, democrática, republicana y liberal como es, le gusta tangueramente cultivar el cuento de hadas del país que tiene rey y reina. Fueron la primera potencia mundial hace como cinco siglos, y viven todavía de esa renta, de la renta del turismo de castillos. Para que la ficción siga viva, hay que mantener ocupada a la familia real, y se le inventan tareas, changas que hagan quedar bien al reino democrático de manera relativamente barata. A los herederos de la vieja Casa de Borbón, acostumbrados desde hace milenios a la cosa jerárquica, les gustan los premios. Los premios ordenan el mundo. Civilizan, son el espacio loable de esa máquina de producir conformismo a la que llamamos cultura. Y allá van los viejos comunistas, los antiguos rebeldes ya con dentaduras postizas, a arrodillarse ante la realeza a cambio del equivalente a un departamento de dos ambientes.
En literatura, por ejemplo, hay tres grandes premios que aportan para el marketing de la causa monárquica española. Intitulados con escasa imaginación y repartidos en familia: el Cervantes lo da Juan Carlos, el Reina Sofía de Poesía lo da Sofía, y el Príncipe de Asturias lo da Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia, más conocido como Felipe de Borbón, el chico que ya entrado en sus cuarenta está esperando a que se muera su papá para tener su primer laburo, y que mientras tanto se dedica a estos menesteres decorativos. Además de la literatura, el Asturias incluye otros siete rubros, ocho baños anuales de gracia artística e intelectual para el fana de Lío Messi. Si uno se fija en la lista de premiados, el Cervantes y el Reina Sofía aplican la vieja máxima de la cal y el arena: años pares para writers de la metrópolis, años impares para los de las viejas colonias. El premio del principito, en cambio, es más errático: en los ochenta y noventa mandaban los hispanohablantes, pero a alguien se le ocurrió que había que globalizar a Philip: entre 2001 y 2005 el premio tuvo su etapa feminista (cuatro mujeres entre 2001 y 2005) y ahora llegó la etapa United Colors of Asturias: un israelí, un albanés y un libanés fueron los últimos premiados. Es de prever la pronta premiación de un negro y un oriental.
Así es que una sarta de venerables custodios de la lengua decidió darle el visto bueno a Leonard Cohen. El buda de traje. El anciano niño rico al que es difícil imaginar cantando, el día de la premiación, “No te vayas a casa al palo” o esa que dice “quiero sexo anal y quiero crack, quiero meter el último árbol por el agujero de tu cultura”.
Cohen, el cantautor folk-rocker que nació antes que Lennon y que Dylan, las hizo todas. En los 60 se fue a vivir a una isla en Grecia comprada con la herencia que le dejó papá empresario judío textil de Montreal. Volvió a América, fue parte de la revolución permanente que rodeaba a Andy Warhol y arrancó su carrera como songista. Para entonces ya había publicado cuatro de sus catorce libros con poemas y sus dos novelas. A partir de Songs of Leonard Cohen (1967), editó también diez discos de estudio (y promete otro más para el año que viene). En los setenta se casó y tuvo hijos, en los ochenta se divorció y en los noventa se recluyó en un monasterio budista, mientras las canciones incluidas en un par de películas lo convertían en un héroe de los hijos de los sixties. Volvió a la producción artística al final de esa década, y hace tres años encaró una gira mundial susurrada para, dice aunque no todos le creen, recomponerse de la crisis financiera en que lo dejó una ex manager.
La música es un medio mucho más eficaz y contundente para trasladar información emotiva que la literatura. La experiencia de escuchar sus canciones y leer sus poemas es bien diferente, aunque detrás de sus temas sardónicos y de su voluntad de juego y de crudeza siempre se escuche su voz grave, seria casi, venida del fondo de la mística judía.
La sucursal argentina de una editorial española, Edhasa, publicó en 2009 y 2010 Perdedores hermosos y El juego favorito, dos novelas que a casi cincuenta años haber sido escritas todavía se leen con excitación y ardor. Hay que saludar las traducciones respectivas de los argentinos Laura Wittner y Agustín Pico Estrada, un incentivo extra, por su compromiso y calidad, para los lectores de acá.


(Publicado en Perfil, 12-6-2011)

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