22 de julio de 2015

Llegan los lugares comunes



Voy en un auto prestado por la avenida Figueroa Alcorta, un sábado a la noche, a buscar a mi hija Benita a su primer baile. Manejo el auto que me prestó mi ex mujer; ella dio por sentado que yo escuchaba Aspen cuando me explicó cómo se controlaba el equipo de música desde el volante. Suenan, al hilo, tres bandas cacofónicas: los Cutting Crew, los Counting Crows y los Crowded House: sonidos perdidos que viajan desde fines de los ochenta y principios de los noventa directo al centro de mi corazón actual.
¿Qué es lo que hace la música con nosotros? ¿Por qué la escuchamos? Nietzsche, romántico, dijo que la vida, sin música, sería un error. Heidegger, otro alemán intenso y complicado, completó: “La música es algo en lo cual la verdad se ha puesto a sí misma a trabajar”.
Hace poco, alguien hizo estadísticas con los datos de Spotify, y la conclusión principal fue que la gente deja de escuchar música nueva, como promedio, a los 33 años. Yo pasé largamente esa edad, y también esa estadística: a todos mis alumnos cool de veintipico y treintipico les digo que las bandas inglesas que escuchan se copian de U2.
Parece que, con los años, llegan los lugares comunes: parece que fue ayer cuando iba con mis amigos por Figueroa Alcorta, un sábado a la noche, vagabundeando por la ciudad, ese mapa lleno de atracciones disponibles para nosotros, descubridores enérgicos, plantadores de los mitos (esa chica, esa fiesta, ese recital) que con los años serían enredaderas gigantes adentro de nuestras cabezas, boyas luminosas en el mar temible de nuestros recuerdos. Ese sábado de principios de los noventa escuchábamos, quizás, en un cassette de la hermana mayor de uno de mis amigos, Mr. Jones de Counting Crows u otro tema de una maravilla de un solo éxito de aquel verano que fue nuestro.
Hoy llegaron, finalmente, los años apacibles. Me convertí en eso que antes tanto me resistí a ser: en mi propio padre, con las variantes genéticas y epocales del caso. Soy apenas el hombre gris que va en el lugar del conductor, el fantasma del pool, un señor rutinario, el que oye atrás las voces de los hijos y sus amigos, las melodías de la vida que se abre paso.
Cuando van conmigo, Benita quiere escuchar Aspen, y León Radio Clásica. Un estudio de la Heriott-Watt University de Edimburgo concluyó que se pueden deducir las personalidades a partir de los estilos musicales que cada uno escucha. Los fanáticos de la música clásica tiene alta autoestima y son creativos, introvertidos y relajados. Los fanas del pop tienen también alta autoestima, pero son trabajadores, extrovertidos y amables, aunque no son creativos y son más inquietos. Borges, mi maestro ético y estético, me enseñó a desconfiar de estas clasificaciones.
Yo trato de mantener el equilibrio en la lucha por el dial; de todas formas, el casalito dirime civilizadamente sus diferencias. Me admiro, sí, del amor de mis hijos por esos distintos repertorios musicales del pasado: qué buscarán en ellos. A veces creo saberlo todo sobre León y Benita, pero estoy seguro de que algo se me escapa.
Atrapado en la campana de cristal quebrado de mi barrio medio suizo, medio carioca (Vicente López), yo quise ser rockero. Pero me quedé en el intento cuando demoré en comprarme un bajo y mis amigos Gonza y Lario me echaron de la banda; hoy el primero es baterista profesional y el otro descuella con la guitarra en los asados. Mis hijos, en cambio, tocan instrumentos hace años: Benita la batería y el piano; León la guitarra y el violín. Otra vez un paper publicado por una universidad escocesa viene en mi auxilio y me deja tranquilo como padre: es la de Saint Andrews, donde concluyeron que practicar un instrumento en la infancia está asociado a una mayor habilidad verbal y a un mejor razonamiento no verbal.

No es eso lo que me importa ahora: ahora, mientras manejo por Figueroa Alcorta, suena I want to know what love is de Foreigner y me acuerdo de una chica escocesa, la primera que me rompió el corazón: estallidos emotivos del pasado lanzados contra la meseta de estos años de soltería prudencial. Pero no es esa chica la que me importa, quizás, pienso mientras llego a mi destino, donde una fila larga de autos estacionados en doble fila espera con las luces de posición prendidas. Me ubico en el último lugar, me bajo y cierro el auto, pero dejo Aspen también prendida. Me acerco al grupo de padres y saludo a alguno con un ligero cabezazo hacia arriba. Benita se fue a cambiar a lo de una amiga; tiene doce años y temo no reconocerla.

Publicado en la revista Brando, número de julio de 2015.

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