9 de abril de 2015

Caballos salvajes

(Publicado en revista Brando de abril)

Cuando todavía no eran momias, en el 95, los fuimos a ver con mi hermano Tito; él tenía catorce y yo veintitrés. En mi familia la forma de amar era a través de las ideas, de la discusión: había que tener una idea sobre el impuesto a la tierra, sobre el fin de la Unión Soviética y sobre los arbitrajes del fútbol argentino. Éramos cuatro hermanos varones, éramos de la quinta que había visto el Mundial del 90. Nos habíamos empoderado con el demonio de Maradona en la cabeza, saliendo a cubrir la furia adolescente andando en bicicleta por las calles medio suizas, medio cariocas de Vicente López. En el largo corredor que hacía de patio de casa, como potrillos domésticos, jugábamos a la pelota con Lucio, el jardinero, que tenía un primo que estaba en la sexta de Platense, donde soñábamos con irnos a probar; cruzábamos para acá y para allá la General Paz, buscando a alguna novia, como un símbolo de los bloques de cemento que tendríamos que cruzar, los bloques de ideas que había que romper.
Mi viejo presidía la mesa como un monje melancólico; traducía sus emociones como fórmulas de la ciencia oscura y social. Había querido ser novelista y había surfeado los motivos de la Argentina peronista y socialista, las ilusiones de la Tendencia revolucionaria; en su cabeza sonaba todo el tiempo Cosi fan tutte, “Así hacen todos”, la ópera bufona de Wolfgang Amadeus, la locura desatada de la música clásica, contenida pero zarpada, delirante pero elegante.
Mi mamá leía, leía todo el tiempo. Nunca en mi vida la vi poner un disco, ni la radio. Le gustaba la procesión de las letritas, una procesión europea de Tolstois, Prousts y Flauberts saciaba su ansiedad de mujer criándose entre cinco varones enrarecidos, enardecidos.
Nosotros, los cuatro, éramos más hinchas de los Beatles, que en el fondo eran como Mozart, genio desatado y contenido. Yo lideraba, por ser el más grande, la revolución musical: la entrada en esa casa solapada de la guitarra, el bajo y la batería; los acordes melenudos. Había heredado dos vertientes. Mi primo paterno, Sabino, tocaba el bajo como un animal; lo echaban de los colegios y grababa con los chicos del metal naciente. Me había dado un cassette TDK, en el 84, para mi cumpleaños número doce, con rock del país: La Torre, Orion’s, Pedro y Pablo y los discos solistas de Charly, que en esa época explotaba su mejor versión. Mi primo materno Mojo usaba chaquetas militares, seineldinistas, y me pasó otro TDK: uno con música disco y rock sinfónico, Marillion, Yes, Floyd, ELO. Yo me crié con esas escuchas secretas, en un walkman gigantesco y blanco: eran los ruidos de un futuro extraño.
Acá, en la Argentina, lo beatle, la música de los sótanos de la clase trabajadora de Liverpool, terminó siendo lo fino, lo aceptable. Y el rhythm and blues de la London School of Economics jaggeriana terminó expresando a los malones, a los chicos crudos de la esquina. Nosotros éramos tranquilos, o eso pensábamos. Cuando mis viejos se iban algún fin de semana, convocábamos grandes líos en la casona del bajo, había excitación christian hippie, pogo con León Gieco en una guitarra criolla que Tito, que iba a ser jazzman y compositor de música contemporánea, rompió afanándose en rasgar en su primera borrachera.
Yo era el responsable del legado, y tenía un secreto: los Rolling Stones. Eran los guardianes del blues oculto; tenían la forma sexual de un jean marcado; había contrabandeado Sticky Fingers en el 88, después de verlo en una lista de los mejores discos de la historia. Siete años después se lo hice escuchar a Tito, antes de salir para River. Una tras otra sonaron las canciones rotas del 71, la tristeza testimonial y glamorosa de los chicos blancos. El fraseo bocón de Jagger, la conversación entre las cuerdas acústicas de Keith Richards y Mick Taylor fueron mi forma de decirle algunas cosas.
Alzados por el rancherismo incivil de los coqueteos reventados de los Rolling con el country en “Dead Flowers”, por la tristeza tóxica de “I got the blues” y la pornografía del dolor de “Sister Morphine”, nos tomamos el 29 y nos fuimos al estadio. Lo que quedaba de esos ángeles oscuros llegó a River: estaban en forma. La industria de los Rolling Stones y decenas de miles de torsos desnudos y melenas noventistas armaron un malón de intriga y capitalismo. Entramos en el medio del pogo, y lo perdí a Tito, pero después lo volví a encontrar; alguien lo había parado en los hombros, él --siempre plástico-- se había tirado y la monada lo traía hacia mí, acostado sobre las manos de la multitud: era el balanceo de la vida demoníaca, dirían Jagger y Richards. Ya no había ideas, ahí. Éramos caballos salvajes.

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