5 de junio de 2014

El catcher en el centeno de las praderas

Reseña sobre Canadá, de Richard Ford, publicada en RollingStone de mayo.

Un día del verano de 1960, los padres de Dell Parsons --cabezas hasta entonces de una familia muy normal-- deciden asaltar un banco. “Un puto desastre, sobre el que todo fue amontonándose después”, dirá quinientas páginas y cincuenta años más tarde Berner, la hermana gemela de Dell. Dos días después de la calamitosa decisión paterna, los hijos ven llegar a su casa a dos policías, que se llevan esposados a sus padres, y con ellos la vida tal como los dos quinceañeros la conocían. Con contundencia y morosidad, Richard Ford inicia así su última novela.
Ford es la tercera pata de la Santísima Trinidad que, tomando como materia las desventuras de la clase trabajadora de los años posteriores a la crisis del petróleo, reinventó en los setenta el realismo norteamericano. Raymond Carver fue el mesías en recuperación que murió temprano, Tobias Wolff es el espíritu santo de las joyas metaliterarias, y Richard Ford el dios de las grandes novelas americanas narradas con dislexia melancólica.
Cuando se es joven, sólo se escriben novelas de formación; a partir de los cuarenta, sólo se escribe sobre el paso del tiempo. A la manera de Chesil Beach de Ian McEwan, Canadá cuenta el último día antes de que empezaran los años sesenta y el viejo orden se desmoronara de golpe. En sintonía con Javier Cercas, Canadá es también una novela sobre las leyes de la frontera, sobre lo que pasa cuando se salta del otro lado, física y moralmente.

Canadá es también una novela sobre la calamidad, sobre el destino, sobre la propia culpa cuando las cosas salen mal. Es una novela histórica sobre la época de la juventud del autor y es, sobre todo, una novela de aprendizaje, un catcher en el centeno de las praderas de la sabiduría, escrito no con la histeria iluminada de Salinger sino con la delectación asentada del que ha vivido y revive la pérdida de la inocencia recreando la épica de las pequeñas cosas. Una máquina de bombeo en un pueblo abandonado, la crónica pretenciosa de una escritora amateur, el lote vacío donde hubo un hotel intenso: metáforas truncas de esa gran metáfora trunca que es la vida. Canadá está repleta de personajes rotos por dentro que pronuncian sentencias herméticas y sugerentes, como un aura que los protege del desastre, y sobre las que el joven Dell armará el relato de su vida. “Lo que uno ve es más o menos lo que hay. El sentido oculto casi no existe”, dice Dell al final, ya viejo. Y también, con John Ruskin: “La composición es la disposición de cosas desiguales”. En la fina línea que separa a la ficción del consuelo, Ford concluye que se trata de enlazar las cosas desiguales en un todo capaz de preservar lo bueno.

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