10 de febrero de 2014

El día de Kempes y Maradona

Publicado en revista Brando de febrero 2014.

Primera entrega de una serie de crónicas retrospectivas de mis partidos de la Selección.

https://docs.google.com/file/d/0B9-XNn7ZFgXfRm0xRUlTZWpuWlE/edit

Se termina 1979 y las esperanzas son las mismas que en cualquier fin de año de los de ahora. Un tiempo más tarde, los Smashing Pumpkins le pondrán ese nombre, “1979”, a una canción oscura, y en un foro de internet acerca de su significado, uno dirá: todo lo sagrado viene de la juventud. Tengo siete años y llevo la música de la dictadura en los oídos, la banda de sonido de mi infancia: el instrumental finito, exclamado de Ennio Morricone que había oficializado el Mundial (“¡Argentina! ¡Aquí el Mundial!”), “Chiquitita” de Abba y unas canciones de folklore federal uruguayo que habíamos comprado en un viaje a Paysandú, modesto derrame sobre la familia de la plata dulce del Joe Martínez de Hoz. Vamos, mi padre, mi hermano Lucas y yo, al Monumental; Lucas y yo a ver a la Selección por primera vez; mi viejo, veterano del pánico, había estado un año y medio antes nada menos que en la final contra Holanda en la que Mario Kempes había esquiado triunfal entre papelitos.
Este miércoles de noviembre juegan la Selección Juvenil Argentina, campeona del mundo en Japón de la mano de Diego Maradona, y el Valencia donde permanece exiliado con gloria ese Kempes que se hizo famoso como Panzer de nuestro Rosario Central.
Hay gente para la que la vida se ordena en períodos presidenciales. La mía se ordena según el paso de los Mundiales de fútbol. Lo que pasó en Argentina 78, en España 82, México 86, Italia 90, USA 94, Francia 98, Corea/Japón 2002, Alemania 2006 y Sudáfrica 2010 es fundamental, para mí y para tantos, fundador, me permite contarme la vida. No muero de amor por la Selección Argentina como sí por Central. Pero en esa historia de los Mundiales está casi todo: jóvenes atléticos que hoy son dirigentes venerables, animales que tuvieron sus quince segundos de fama, héroes de la gambeta, el toque y la patada. Manadas de hombres ilustres que hicieron buenos shows. Aristócratas de la comunidad imaginaria de todos los hombres que alguna vez pateamos una pelota de fútbol: sus nombres exóticos y de cabotaje, sus alquimias demasiado humanas, sus historias de gloria y melancolía son las lanzas emotivas que marcan nuestro recorrido de viejos soldados.
Todo eso es fundamental, y todo eso se inventó en mi cabeza esa noche mágica, como cantarán once años más tarde Edoardo Benato y Gianna Nannini, en el kick off de un fútbol ya más lanzado al espectáculo.
Fue una noche mágica. Teníamos siete años y el corazón partido. De un lado, brillaban las mangas del Valencia Fútbol, naranjas y amarillas, con el brillo de lo europeo, moderno y civilizado. Del otro la celeste y blanca, que ese invierno, en transmisión televisada prácticamente desde la Luna, había derramado el festejo hacia los patios escolares, en uno de los cuales doscientos caballitos locos y yo nos habíamos lanzado a gritar.
El partido fue amistoso: un valenciano adornó el palo de Sergio García y Hugo Alves encajó un penal para formular el 1 a 1. Pero, simbólicamente, ese fue el partido del pase de postas: del 1 al 1, de Kempes, la prehistoria de mi vida de aficionado, a Maradona, que gobernaría su parte más intensa.
No quedan registros del partido en YouTube, fuera de un video en el que, al final, un movilero con voz familiar --probablemente Mauro Viale--, reportea al lungo y al enano, al Matador y al Cebollita, y les pide, sic, un apretón de manos, un --abusemos del adjetivo-- dictatorial apretón de manos, y casi como un escribano el movilero Viale hace la ceremonia del pase de posta. El mejor jugador del mundo, le hace decir a Maradona que es Kempes. Las cebollas de la memoria son raras: todo lo oblicuo cayó con los años sobre el Matador, todo lo épico sobre Diego.
No lo sabíamos, pero esa noche fuimos al Museo de Nuestros Héroes: vimos cara a cara a dos chicos (24 Mario, 19 Diego) ejemplares, de talento urgente. Como versiones alternativas de nuestro padre, como tíos simpáticos, ellos nos contarían las mejores y las peores historias en los años siguientes. Fueron pasando los Mundiales, y cada uno hizo lo que pudo. No es lo único, hubo también otras cosas. Pero sobre el edificio que plantó esa noche en nuestras orejas José María Muñoz, el relator de América, sobre la tromba de qualité de Marito y la pisada de efebo del Diego se armaron rutinas, rutinas con las cuales nos hicimos hombres.

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