6 de mayo de 2013

Lo que mi mamá escondía en ese placard (por Magalí Etchebarne)


(Leído en el evento Toda literatura es de autoayuda, organizado por Garrincha Club y Tenemos las Máquinas para la Zona Futuro de la Feria del Libro, zonafuturo.com.ar/2013/?p=728)

En mi casa no había bibliotecas de pared ni libros dando vueltas por ahí como pelusas. Hay casas donde los libros están por todos lados, hasta en el baño o la cocina. Eso se usa mucho ahora, poner estantes con libros en la cocina. Lo veo en páginas de decoración, es bueno mirar páginas de decoración. Dicen mucho sobre la vida, sobre el futuro, sobre quiénes somos y qué queremos.
Sin embargo, más allá de que no hubiera libros a la vista, mi mamá tenía su secreto, su escondite. En la parte alta del placard, donde irían los pulóveres, donde otras mujeres, yo misma, guardamos los cárdigans, los saquitos de media estación y los polerones de lana, ella guardaba libros. Era, en términos estrictos, una biblioteca, sí, pero pienso que si digo biblioteca se van a imaginar una serie de libros apilados, por títulos o autores, una colección, una pasión ordenada, algo así. Y lo que mi mamá tenía ahí era otra cosa, era como un basural, un depósito desprolijo, una parte de ella que no mostraba.
¿Por qué ahí? No sé. Espacio en la casa había, pero ella los guardaba en el placard. Es sintomático, puede ser: lo que le gustaba, escondido como un placer culposo. Pero son tristes esas síntesis pesimistas de las mujeres de antes, pienso, mejor, que lo de mi mamá era un gesto para preservar su interioridad, para que nadie supiera del todo lo que pensaba.
No creo que un libro me haya salvado la vida, pero estoy segura de que algunos me modificaron.
El primer libro para adultos que leí fue Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís. A veces mi mamá bajaba los libros del placard, los ponía sobre la cama y los limpiaba, o los sacaba todos para buscar uno que estuviera atrás. Era una biblioteca incómoda, poco funcional. Ese título me llamó la atención porque yo era una nena y era una nena particularmente sensible a las cosas de nena: odiaba el celeste y gustaba con pasión de un chico, escribía un diario íntimo y sufría por no ser rubia. “Flores” era una palabra del mundo de las nenas, y “Quilmes” un barrio cerca del mío. Entonces se lo pedí. Me dijo no, esto no es para que lo leas vos. Y lo guardó.
Es bastante obvio lo que pasa cuando alguien te prohíbe algo. Esperé a que mi mamá se olvidara, me subí a la escalerita y agarré Flores robadas. Lo leí a escondidas en tres o cuatro días, en los ratos en los que no me veía. Hice una lista de todas las palabras que no conocía para buscar en el diccionario. Nunca las busqué, las fui aprendiendo con el tiempo. Pero guardo esa lista porque está escrita atrás de un cuaderno. El otro día la encontré y me hizo gracia porque hay palabras como “endeble” y “capitalismo”. Yo tenía 11 años.
El libro me perturbó y, sobre todas las cosas, me excitó. El tipo coge mucho con una mujer en un departamento que, dice el narrador, me acuerdo, huele a sexo y a ajo. Conocía el olor del ajo porque básicamente es el olor de mi papá, él come todo con ajo. El mal de la pareja, la de mis padres, es el ajo... pero no conocía el del sexo.
El narrador de Jorge Asís me pareció un tipo malo, inteligente y malo, callejero, agudo y brutal. La masculinidad, desde ese momento, se configuró en mi cabeza así: los hombres que nos gustan, los que leemos y escondemos en el placard con culpa, son eso, desprecio y lucidez. Una idea tonta y apurada claro, pero difícil de extirpar.
Después, por suerte, vinieron las mujeres a salvarme: Silvina Ocampo, Marguerite Duras, Dorothy Parker... Y algunos hombres un poco más buenos, más rehabilitados. Entonces, empecé a configurar a los hombres también desde la dulzura y desde el humor.
No sé si Jorge Asís es la entrada correcta para una niña a la literatura, pero en los libros de mi mamá, en los libros que no me dejaba leer porque eran de adultos, yo entendí que la literatura podía ser un lugar donde tener pensamientos sucios, ser mala, pensar en sexo, no pedir permiso y hasta mentir; no iba a ser juzgada. Lo que mi mamá escondía en ese placard, pienso ahora, aunque fuese en boca de un viejo misógino, era la libertad.