Historia de una pasión canalla
Nota publicada en Brando 85, abril de 2013
Fotos:
Fui por primera vez a la cancha --palabra lacaniana, vaginal--
una tarde dictatorialmente hermosa, plenamente azul, del invierno de 1977. Jugaban
Argentinos Juniors y Rosario Central, dos equipos que, por esos años y el par
de décadas que los rodearon, darían lo mejor de sí mismos, lo mejor de la
leyenda a medias consumada del viejo fútbol lírico argentino, ese que produjo
tanta mala poesía y tanta mala ideología, el fútbol del toque y la gambeta
propinados por equipos no monopólicos. Fui a la platea, fui con mi viejo, que
tenía puesta una chaqueta de cuero que le duró toda mi infancia y adolescencia,
con mi tío Jaime y con mi hermano Lucas. Estábamos en un lateral, cerca del
arco a cuyas espaldas no hay, todavía hoy, una tribuna, sino una pared. Algún
jugador bestial tiró un par de pelotas a la calle, y me llamó la atención que
unos chicos, agazapados en la vereda de San Blas, se abalanzaran sobre ellas
para robarlas.
¿Quién era el inventor de Rosario Central en mi cabeza, el tipo
que me llevó de la mano a las puertas de una creencia a la que todavía hoy
adhiero?
Mi viejo venía de simpatizar un tiempo, moderadamente, con los
sueños armados de su generación, y ahora se las estaba arreglando como podía
para arrimar el guiso a esa familia de varones que estaba fabricando con mi
vieja: otro hermano más, Felipe, incubaba en la panza de ella, y Federico
llegaría tres años después.
A los 77 minutos de ese partido del Campeonato Metropolitano del
año en que el punk coronó, un partido que El Gráfico calificó como discreto
--malo, regular, las misteriosas discreto e intenso, bueno, muy bueno y
excelente eran las categorías que manejaba la revista monopólica--, a los 77 de
ese partido jugado el 7-7-77, Argentinos hizo un cambio. Un delantero con dotes
equinas habrá salido al trote, un trote estirado --el 1 a 0 no era un negocio
infame para el local--, y se habrá besado, a lo macho, con un chico delgadito,
un adolescente de 16 años, petiso, rápido, decorado con unos rulos morochos,
afro casi.
Mi abuelo había palmado un año antes, de un infarto, a los
sesentipocos. Le había dejado a mi viejo una bonita casa al pie de una barranca
en Vicente López --donde vivíamos desde el 75 y de la que se mudarían, él y mi
vieja, animales del museo de la costumbre, recién 35 años después-- y una
crisis bastante importante en el ánimo: la dictadura y la sombra de su padre
self made man (de un humilde hogar inmigrante en La Boca a la vicepresidencia
de Boca Juniors y la intendencia paraperonista de Avellaneda) sonreían sobre la
cabeza atribulada de mi viejo. Después del partido, fuimos, como todos los
domingos a la noche, a la casona de Belgrano donde ahora vivían sólo mi abuela
y mi tío Jaime. Mientras se hablaba, probablemente, de la plata que empezaba a
ser dulce, de los partidos de esa tarde, tal vez de política (¿cómo se hablaría
de política, entonces? No muy distinto que ahora, estoy seguro), mi hermano
Lucas se acostó en el piso a dibujar una escena del partido. Los rulos del
morocho de Argentinos ocupaban casi la mitad de la hoja. En sus 13 minutos y
pico en la cancha, el morocho no había podido hacer demasiado para el Bicho,
pero su carril izquierdo en ese segundo tiempo estaba ahí, a metros de
nosotros, y algo de su magia pelotera, que se haría célebre (el más ligero de
los signos de esa celebridad sería que el estadio adonde habíamos ido llevaría
décadas más tarde su nombre: Diego Armando Maradona), sedujo a nuestras
neuronas inocentes, desde ahí hasta la eternidad.
A mi viejo lo había seducido, casi veinte años antes, la pegada
de un flaco que jugaba para Central, y que en ese año 1977 era el entrenador de
la selección. Menotti sería pronto campeón del mundo, pero postergaría por ocho
años la posibilidad de que el chico de rulos también lo fuera; en lugar del
delantero de Argentinos, el goleador de ese Mundial sería Mario Alberto Kempes,
una bestia humana que había arrollado todo a su paso por Central. Pero a
comienzos de los sesenta, Menotti jugaba al trote lento en Central, y mi viejo
y mi tío Jaime, que hasta entonces eran de Boca, habían visto la luz,
casualmente también en un partido de Argentinos con Central, en la misma cancha
de La Paternal que rodean las calles Boyacá, Juan Agustín García, Gavilán y San
Blas. No me preguntes que hacían ahí Juan, mi viejo, y Jaime: los caminos del
Dios de Central son misteriosos.
En ese del 77 que fue mi primer partido de fútbol en la cancha
como hincha, mi viejo andaba un poco a la deriva (¡es un quilombo hacer una
familia con cuatro hijos, haberse mandado unos moquitos de joven y que un
gobierno autoritario medio te persiga, y que tu viejo se acabe de morir!) y
decidió, quizás por tener los 33 de Cristo, volver a abrazar la fe católica,
refugiarse ahí, en esos antiguos rituales, del bardo de la vida.
En el Argentinos-Central de los sesenta, en cambio, mi viejo y
mi tío habían visto la luz y habían abrazado para siempre la fe canalla. La
católica fue una creencia problemática, de la que sus hijos abjuramos
promovidos por nuestras hormonas y por la democracia laica. Pero bajo esa otra
fe anómala, extraña, desviada, obsesiva y rebelde que fue ser porteños hinchas
de Central nos hicimos hombres los varoncitos de la familia.
En el Argentinos-Central del 77, en el minuto 77, cuando el
morochito de rulos pisó el pasto que 30 años más tarde llevaría su nombre,
puede decirse, terminó la era del fútbol profesional y popular, y empezó la era
del fútbol mediático. Yo tenía cinco años. Empezaba, de algún modo, a hacerme
hombre: a eso vamos los varones a las canchas.
***
El fútbol es una cuestión de padres e hijos: al menos lo fue en
mi caso. Aunque la platea del Gigante de Arroyito es famosa por sus muchachas
en flor, el espectáculo del fútbol es todavía hoy muy predominantemente
varonero. Cincuenta mil tipos se juntan todos los domingos y cantan sus
bravatas. Le cambian la letra a melodías románticas, le ponen vino y droga a lo
que venga, juran que van a matar a todos y proclaman su amor eterno por una
entidad abstracta: un acting exagerado que da ternura infinita.
¿Qué es lo que se ama? ¿Al club? ¿A la camiseta? ¿A los
jugadores? Ninguna de esas respuestas es correcta: como toda fe, la del hincha
de fútbol es un intento por reparar el misterio y la contradicción. Por eso el
fútbol es un espectáculo que ignora los silogismos y tiene mucho de masoquismo.
Se crece a partir del sufrimiento, del dolor. Ser hincha de fútbol es aceptar
la fatalidad. Ya desde el primer minuto en una tribuna, las caras de los
espectadores se desencajan y los maxilares braman las palabras del
inconsciente. Referís, técnicos, jugadores rivales y jugadores propios son el
blanco imaginario o real de cargadas o puteadas endemoniadas, barrocas u
ocurrentes, gritadas, susurradas o cantadas.
Creamos nuestro yo a partir de los otros. Los partidos y los
campeonatos proveen la estructura del relato, un lapso de tiempo en el cual los
héroes (hinchas o jugadores) afrontan peripecias y salen de ellas transfomados.
Igual que en la vida, a veces se gana, otras se pierde y otras se empata. En
lapsos más largos (un campeonato), la mayoría de las veces se promedia la mitad
de tabla: ni se cumplen las expectativas más locas ni las profecías más
trágicas. Pero hay excepciones, excepciones necesarias que funcionan como los
grandes relatos épicos nacionales: el Mio
Cid o el Martín Fierro nos
tranquilizan, garantizan que un país o una civilización existen. De la misma
manera, el relato oral y el periodístico de las grandes hazañas futbolísticas
refuerzan la pertenencia imaginaria a esa experiencia mística que es ser de un
equipo de fútbol. Las cábalas son los rituales de esta religión, la certeza
irracional de que todo el universo está ordenado en función del propio equipo.
El fútbol, dice el periodista español Santiago Segurola, es la guerra
ritualizada: ahí es cuando aparecen las mujeres. La mamá que nos prepara los ravioles
antes de ir a la cancha o la novia que nos acompaña en los primeros tiempos del
romance son comprobación y testigo de nuestra condición varonil, enfermeras
físicas y morales de nuestro pasaje por la guerra simbólica, productoras de
sonrisas que creemos comprensivas con el destino fatal y cambiante que nos
depara nuestra obsesión con el juego de la pelotita de cuero.
¡Pobre mi vieja! No sólo nos bancó a sus cuatro hijos un total
de 36 meses adentro de su vientre, sino que se bancó a los cinco (hijos y
marido) conversando obsesivamente, durante todos los años ochenta y noventa,
acerca del lejano, exótico, fastidioso Rosario Central (a cuya tribuna había
ido un par de veces, aguja y ovillo de lana en mano, en los comienzos
sesentistas de su romance con mi padre). Éramos la patrulla perdida de una
utopía insistente. Lejos de la inquina con nuestros primos leprosos, estábamos
rodeados de gallinas, de bosteros, de hinchas del Rojo, y muchas veces nuestra
pasión venía con nota al pie: “No, cuando digo la Academia me refiero a la
Academia rosarina”.
Entre el 84 y el 87, un equipo terrible, un par de directores
técnicos estupendos, cuatro o cinco grandes jugadores y una veintena de
animalitos de Dios consumaron la Edad de Oro Canalla. Entré a esa era a los 12 (luces
calientes atravesaban mi mente) y salí a los 15, transformado en un adolescente
ardiente, provisto de una fe que me permitía afirmar mi identidad, tener una
marca en el orillo, ser reconocido, ser yo, de Central hasta la muerte.
La Edad de Oro Canalla empezó, por supuesto, de manera
horrible. Fue el domingo 16 de diciembre del 84, en un Falcon gris del 79
estacionado en la quinta de Arturo Goetz, un amigo de mi viejo. Tiene que haber
hecho calor, pero yo me acuerdo de una tarde fría. Ahí escuché, con esperanzas
cada vez más espesas, al Gordo Muñoz narrando cómo Boca le ganaba 2 a 0 a
Central. Cuando terminó el partido, giré mi brazo derecho doblado en el codo,
cerré el puño y extendí mi pulgar hacia abajo, mirando a mi viejo que a ochenta
metros, desde la mesa de los adultos, me miraba fijo, pero fingiendo interés en
la conversación con sus amigos: Boca nos había mandado a la B.
A eso se le llama pasión: a sufrir.
Pero en los años subsiguientes hubo milagros suficientes para
completar los formularios de la fe. En el último campeonato de la B antes de
que se inventara el Nacional B, el del 85, el Central de Pedro Marchetta hizo
desastres de la mano del pequeño Raúl de la Cruz Chaparro, salió primero por
varios puntos y dejó tercero a Racing, descendido dos años antes. Durante las
vacaciones futbolísticas de Central antes de su regreso a primera, hizo magia
en México aquel morocho de rulos al que habíamos visto casi debutar: la del
Mundial 86 es una historia más conocida. Y, en el país de los campeones del
mundo, el primer campeón fue el recién ascendido Rosario Central: “el equipo de
don Angel Tulio Zof” --como decía con un verso endecasílabo terminado en aguda
una hinchada que todavía le cantaba al equipo y no a sí misma-- practicó el
último fulbito de la vieja escuela, guiado por dos insides lentos, tocadores,
campantes: el Negro Palma y el Pato Gasparini. El 2 de mayo del 87 nos
preparábamos para salir hacia el partido consagratorio en la cancha de
Temperley (Central le llevaba apenas un punto a sus segundos) cuando se oyó el
llanto de un excluido. Mi hermano menor, alias Tito, de 5 años, no estaba
contemplado en la excursión, pero su instinto de pertenencia futbolera pudo con
todas las precauciones maternas. Le fue colocada la enseña auriazul y partió
junto al resto a su bautismo de guerra. La célula canalla estaba completa, y
partimos desde el chalet de Vicente López hacia el conurbano sur, a ver a Palma
transformar un penal anodino en un gol tan inolvidable como el que un año antes
Diego le había hecho a los ingleses.
***
La vida de un hincha de fútbol, sin embargo, se puede volver
burocrática. Años y años de pelotazos impunes, gambetas cojas, goles rascados
en el fondo de la olla ponen a prueba la mejor pasión.
Central campeonó cuatro veces entre el año en que nací y el año
en que cumplí 15. De mis 15 a mis actuales 40, nada, y cada vez más nada.
Una y otra vez visité lugares impiadosos, como el mausoleo
visitante del gélido Monumental de Núñez, sólo para ver cómo los Francescoli,
los Salas, los Aimar y los Saviola nos pintaban al óleo. In my face, Conejo
maldito! Pero lo peor no sé si fue padecer el genio ajeno, sino perder cada vez
más seguido contra rivales cada vez más grises.
Los tiempos me cambiaron terriblemente a mí, pero también a
todos, incluso un poco al mundo, tan lento y largoplacista. El finísimo Diego
Maradona se fue transformando en un ídolo impresentable, difícil de asimilar.
El Diego, jugador de los medios, le cedió su trono a Messi, jugador de la Play.
El fútbol argentino se fue precarizando a la par de la
aceptación de nuestro destino social sudamericano.
Las hinchadas, en particular la de Central, dejaron de mirar
los partidos y se quedaron ahí, entonando drogadas sus Cantos a Sí Mismas, las
canciones autorreferenciales de una fe tantas veces castigada por el apuro
mercantil de dirigentes, entrenadores y jugadores.
Yo en el medio hice un poquito de todo. Me mandé un par de
moquitos y un par de gambetas, las mejores de las cuales fueron producir en
sociedad con una bella muchacha a mi hijo, León (a la misma edad, veintiocho,
que tenía mi padre cuando yo nací), y a mi hija Benita, la primera canallita
mujer full full de la familia.
Quizás por la falta de entusiasmo que emanaba hacia mí la
ristra de mediocres que se aturullaban con enjundia en los mediocampos
centralistas, a León el bicho de la pasión tardó en entrarle. Curiosamente, igual
que a su padre y cincuenta años después que a su abuelo, ese bicho empezó a
sobrevolarlo en la mismísima cancha del Bicho, la de la calle Boyacá, en un
partido en que Central empezaba a lanzarse hacia el tobogán de los promedios. Pero un hecho trágico hizo de bautismo de esta
guerra ritual, y la infección canalla le entró como un rayo a León una tarde de
mayo de 2010 en que Central se fue otra vez a la B después de ser humillado por
All Boys en el Gigante de Arroyito. Esa tarde triste yo, desde el cinismo
desesperado, cargué a mi pobre viejo con una maldición que empieza a mostrarse
equivocada: le dije que quizás ese era el último partido de Central en la A que
él veía en su vida.
Desde entonces, el equipo más grande del interior del país
vegeta en esa divisional que, sin embargo, se nos ha vuelto apasionante.
Estoy entrando a esa edad en que el futuro se parece cada vez
más al pasado: empiezo a entender a Borges, la historia es cíclica. Fingiendo
que educo a mi hijo, me sumerjo otra vez en la pasión canalla. Atravesado por
la corriente eléctrica de esta fe que lo convertirá en un hombre, León se pasa
sus tardes preadolescentes pensando en Central desde Facebook, y sus noches
soñando con lo mismo. Nuestras conversaciones empiezan a limitarse a un solo
tema. Cuando trato de tener con él “esa” conversación (ya tiene 12), me
interrumpe para hablarme de Jesús. De Jesús Méndez, la figura del equipo.
La temporada 2012-2013 amaneció tan lluviosa para el equipo
como las anteriores. Hacia la fecha 11, con delanteros que eran un chiste,
Central ocupaba el puesto 14 sobre 20 equipos. El horizonte de la vuelta a
Primera parecía un espejismo inalcanzable. Esa vez, hicimos 600 kilómetros para
ver perder a Central, de local, con Douglas Haig. Tres fechas más tarde,
armamos una excursión peronista a Florencio Varela y ¡por fin! festejamos un
triunfo, por más avaro que haya sido, contra Defensa y Justicia. Desde
entonces, lentamente, empezó a producirse un milagro, y una partida de nuestra
patrulla canalla iba tras sus huellas: a Rosario, a Mar del Plata, a Junín.
Central ganaba siempre, uno a cero pero ganaba. Así hasta prender de nuevo la
máquina de la ilusión, y, como dicen los relatores, hasta treparse a lo más
alto de la tabla, después de tanto tiempo.
En la última excursión, al bravo Bajo Flores para enfrentar al
bravísimo Chicago en la cancha de San Lorenzo, el Azul Mecánico en que se
transformó Central (por cábala, el equipo intenta no usar la tradicional
camiseta azul y amarilla) hiló su doceavo triunfo al hilo, récord histórico
para los equipos del club. A mí se me mezclan los recuerdos y el presente. En
mi cabeza Jesús Méndez se transforma en el Negro Palma, el lento Paulo Ferrari
en el intrépido Hernán Díaz, el rosarino Encina en el cordobés Gasparini, y
así. León se sabe de memoria el cancionero canalla, el fixture de las fechas
que restan, el puntaje y la formación de todos los rivales. En la Play, creó un
torneo de la B Nacional (los nerds del Fifa todavía no incluyeron a esa
división). Este curso acelerado de geografía social, de participación en un
ejército informal, este tránsito hacia la contradictoria masculinidad adulta en
el que hago de acompañante de mi hijo se verá dificultado, tarde o temprano,
por una derrota: pero así es la vida. Habrá que rezar, levantarse, alisarse la
auriazul a rayas verticales y ponerse a caminar otra vez. Mientras tanto, seguimos
cantando una que dice así: Sigo a Central de corazón, desde hace ya mucho
tiempo…
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