11 de julio de 2012

Nunca me gustó demasiado el rock (Lautaro Lamisovski)

El problema surgió cuando se me ocurrió que “nunca me gustó demasiado el rock” era un buen inicio para un relato. Era contundente. Toda una declaración de principios. Pasé la última semana enganchado a un sonido, a una cadencia que no me llevaba a ningún lado. Como la canción que uno tararea sin saber por qué. Estos días me acompaña y me taladra el cerebro una tradicional baladita irlandesa, de esas tristes, que están en tres. Es obvio que la música irlandesa está en tres.

De los tiempos verbales, el que más admiro es el futuro perfecto. Tiene un nombre envidiable, ante todo. Acá un ejemplo: “En el 2013 habré terminado mi tesis doctoral”. Conozco a una estudiante de física que ya tiene oraciones de ese estilo para los próximos doce años. Y su vida no diferirá un ápice de sus oraciones. Hay gente que sabe planificar.

El del tiempo es un tema que me obsesiona desde siempre. A los quince años me sentí viejo por primera vez. A los dieciséis estuve muerto. Desde los diecisiete leo compulsivamente biografías. Comparo mi vida con las de grandes músicos y escritores: no me dan los números.

Detesto la solemnidad, pero suelo caer en ella. Una buena forma de sortearla es hablar de fútbol. Acaba de terminar en Polonia la Eurocopa, un torneo que nunca entrega demasiado. En verdad, sólo quiero hablar de Mario Ballotelli. Deberían verlo. Es un negro fabuloso que representa a Italia. Tiene la historia del héroe trágico del deporte que a todos nos gusta escuchar. Sus padres lo abandonaron cuando era un bebé. Parece no haberse recuperado. Festeja en silencio sus goles, con una mirada recia, sin remera. Sus abdominales sangran. Magalí diría que tiene “una potencia muscular enceguecedora y una resistencia física contundente”.

Dos párrafos. Si tan sólo pudiera escribir dos párrafos de la forma en que lo hace Magalí. O si pudiera plasmar alguna de las ideas que tengo en un papel. Tengo en mente dos novelas: una es de un adolescente que se escapa por un fin de semana de su casa en Buenos Aires y llega a un pueblito perdido en La Pampa. La otra es sobre un grupo de seis amigos: dos de ellos mueren. Me imagino protagonistas silenciosos. También tengo algunos cuentos. El de la prostituta tatuada en un cuarto de hotel. El del perro que muerde a un nene de tres años en la cara. Y el cuento paradojal de la chica que muere en la calle Estocolmo: todo está en mi mente.

La otra tarde nos juntamos con Jota a preparar la presentación de un trabajo para la facultad. El trabajo estaba hecho y sabíamos lo que íbamos a decir. Así que nos pasamos la tarde mirando chicas en Facebook. Me preguntó si me acordaba a la amiga polaca de su novia que conocimos en Starbucks hace dos domingos. Poco, le dije. Me la mostró en Facebook. Sólo un idiota no recordaría esas tetas. Antes de salir a la facultad, con Jota tomamos un café. Yo dije que no creía en las casualidades. Nos subimos a un 132 semivacío. No había más de cuatro personas. Una de ellas era Justina, la polaca. Jota nos presentó e intercambiamos algunas palabras. La invité a que festejemos juntos el nueve de julio. Quizás fue porque le costaba entender el español, o no. Pero noté que no dejaba de mirarme la boca.

Pocas prácticas son tan autoritarias o fascistas como el progresismo. En el progresismo no existe el disenso. Sólo es discurso. Después de felicitarnos por la presentación y repetir lo mismo que habíamos dicho nosotros, la jefa de cátedra, con ese tono que hace ser a la gente tan pacata como despreciable, nos preguntó:
¿Qué aprendieron durante la exposición?
Me adelanté a Jota y no vacilé:
No entiendo a qué apunta la pregunta. Pero yo hoy no aprendí nada.
Entonces vas a tener que recursar la materia —dijo.
No sabía que ahora se evaluaba sobre sensaciones —le respondí antes de pegar el portazo.

En los últimos cinco años no conocí ninguna mujer que me moviera el piso. En algunos casos, me dieron bola pero todo se diluyó rápidamente. En otros, no logré llamar la atención de ellas pese a mis esfuerzos por conquistarlas: escribí poemas, trabajé con chicos discapacitados, me hice el intelectual, toqué jazz, bailé cualquier género musical, probé comida tailandesa, dejé de tocar jazz para tocar rock, me interesé por el expresionismo alemán, fui gracioso y atormentado. Es bueno tener historias truncas, alimentan conversaciones.

“A los 26 años ya no esperaba mucho de la vida”, leí hace mucho años en la novela 1984. El texto no me atrajo demasiado, pero me ocurre algo similar. Esa oración hace una pared con el “Toda vida es un proceso de demolición” del Crack Up de Fitzgerald y llego a donde debería haber empezado o a donde nunca debería haber regresado.

El problema surgió cuando Natalia me llamó el viernes pasado para ir al cine. Desde que cortamos, hace cinco años, nos vemos cada tanto. Mantenemos una buena relación, charlamos sobre nuestras cosas, no mucho más. La vida se ha complejizado un tanto en el último lustro. Ella se casó, tuvo una hija, pronto será médica. Por mi parte, sigo tan perdido como si tuviera veintiuno. Cambié de carrera varias veces, no volví a tener novia, empecé a perder pelo.

La propuesta era para ver la última película de Woody Allen. Jamás me niego a ver una película de ese tipo, es un genio absoluto. Pero sabemos que ya dio lo mejor de él. Desde el año 2000, sólo hizo dos películas a la altura de su obra: Match Point y Midnight in Paris. Y un poco Cassandra's Dream, pero sólo por el borracho-divino-irlandés de Colin Farrell. En To Rome with love le pifia en todo, hasta en la música, algo inédito en él.

El viernes, la pretensión de Buenos Aires de ser europea se había colmado. La ciudad estaba fría, con mucha neblina. Nos encontramos enfrente del Parque Rivadavia. Natalia estaba hermosa y cálida. Yo era lo más parecido a un desastre. Había estado toda la tarde escribiendo y, en vez de bañarme, me puse un gorrito y un poco de perfume. Caminamos las tres cuadras que nos separaban del cine y percibí una atmósfera rara.

Durante la película, ella apoyó sus piernas sobre las mías. Me acarició las manos. Nada de eso era necesario. No había estado tan afectuosa en años. Después de la función, fuimos a un bar. Tomé tres cervezas en diez minutos; la situación me estaba sobrepasando. Encima Natalia empezó a hablar nostálgicamente:
—Vos te estabas por ir al norte con tus amigos. Ese viaje que planificamos juntos y decidiste hacerlo con ellos.
—Sabés que no planifico nada —le dije—, y además el norte es el lugar más sobrevalorado de Argentina- Agrego.
—No te quería hablar de eso, tonto —dijo rozando la dulzura—. Cuando estábamos en Retiro con tu papá despidiéndote, él me dijo: ¿No te das cuenta que tu novio es un boludo?
La noche había sido suficiente para mí. Ella tomó sólo un café pero estaba como borracha. Se levantó antes que yo de la mesa y dijo:
—¿Te gusta cuando me paro y camino?

La acompañé hasta su casa. Me abrazaba una sensación de que estaba empezando una historia nueva o que tenía dieciocho otra vez. El alcohol, la neblina y Natalia habían hecho estragos. Cuando llegamos, le dije que si no tuviera un bebé de catorce meses la hubiera besado. Obvio, me dijo.

Nunca me gustó demasiado el rock, siempre elegí el jazz. Una de las razones es Woody Allen. En la escena final de Manhattan, él corre a buscar una mujer que se va. Mi escena es la misma, pero en sentido contrario. Corro desde la puerta de su casa a ningún lado, para escapar. No se si lo mencioné, pero la canción que suena de fondo en el final de esa película es But not for me.


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