10 de diciembre de 2015

La música de la transición

El colectivo de larga distancia restaba bajo un árbol que apenas le daba sombra, medio inclinado, junto a la entrada del camping SAC de Colonia Suiza, Bariloche. Adentro había sesenta chicos de sexto y séptimo grados; y el chofer. Afuera, los docentes deliberaban, iban y venían. Estábamos ahí hacía dos horas, recién llegados de Buenos Aires; por algún motivo (recambio campístico, quizás) todavía no podíamos instalarnos. El Enano Galucci, desde el fondo, empezó a entonar “Para el pueblo lo que es del pueblo”, la canción compuesta por Piero nueve años antes, en otra primavera. La melodía prendió como fuego: pronto, los sesenta niños de colegio católico privado convertíamos aquella pieza del combate mental psicobolche en canto de nuestra resistencia infantil. Era el 9 de diciembre de 1983, el último día del Proceso de Reorganización Nacional, un gobierno al que ya muchos habían empezado a llamar dictadura. Esa palabra, épica y terrible, también se había colado en nuestros recreos con forma de música pegadiza: “se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar”, augurábamos los rebeldes, los alfonsinistas y los nerds.
Al día siguiente, desperté con la voz radiofónica de un hombre. Uno de los preceptores había puesto bien fuerte, en un grabador cerca de la cabaña semitechada donde funcionaba la cocina, la transmisión de la asunción presidencial. Hoy siento que las ondas de esa voz alfonsina, que recitaba el preámbulo de la Constitución mientras mis compañeros y yo acomodábamos la carpa, traspasaban el arroyo ahí a unos metros, y más atrás el Nahuel Huapi y las montañas, y llegaban hasta los cóndores. También me acuerdo, en la confusión de esos años (todas las épocas son confusas), de otras melodías superpuestas: las dietéticas y sintéticas del primer Soda Stereo, el trinar bailable de Michael Jackson —el niño maravilla que arrasaba con cualquiera diferencia—, la ópera, el tango y el folklore que escuchaba mi padre…
Me gusta ordenar esa banda ancha donde confluyen la historia pública y la privada, la vida, según dos criterios: mundiales de fútbol y períodos presidenciales. La política, ese griterío falso y necesario, ese motor de cambios y de hastío, nos lleva siempre hacia lo unívoco y nos da el falso consuelo de la impostura. Si pienso en la música que sonaba en cada transición gubernamental, en cambio, veo el mosaico de esa complejidad que somos.
Poco tiempo después de aquel “Para el pueblo…” en un ómnibus alquilado --el tiempo de nuestros años cruciales-- la primavera alfonsiniana se descomponía y llegaba Menem a presidir nuestra entrada ríspida a la adultez. Si tuviera que musicalizar esos días filípicos del austral cayendo en picada en julio del 89, lo haría con dos registros contradictorios del 88: el disco Patria y muerte de Don Cornelio, lírica oscura y brutal de un Rimbaud tanguero, y los hits bailables y galletas de Erasure, que en esa temporada eran la banda sensible de los días festivos.
Fuimos veinteañeros en la era del corral convertible: en la época de la felicidad frágil, en que todo está al alcance de la mano, importamos compact discs. Al tiempo finisecular de la oclusión de don Carlos y la esperanza blanca que encarnaron De la Rúa y Alvarez le pondría los sones de Manu Chao: nos latinizábamos y ya nunca más seríamos hippies. Se acababan las excursiones a Malasaña y nuestros amigos (nosotros mismos) empezaban a ser padres: por si acaso, lo hacíamos canturreándole a la Pachamama, un poco con reggae, un poco con punk.
Se acabó la afasia delarruista y sobrevino la transición peronista permanente: asambleas barriales proteicas, presidentes rápidos, dólar movedizo y un líder de emergencia (Duhalde) que sentó las bases del orden por venir. El Andrés Calamaro caótico y prolífico de esa época (el de “No tan Buenos Aires”, “Paloma” y “Con Abuelo” en Honestidad Brutal y “El salmón” y “Días distintos” en El salmón) cantó esa época para mí, hasta la llegada de los Kirchner: los años locos de nuestros sueños vencidos. Fue el trovador sociológico sin didáctica progre, el predictor sensitivo de las calles ensombrecidas por el tipo de cambio.
Asomaban las llamas de Cromagnón y las mejores melodías próximas vendrían del indie: Onda Vaga, Flopa o Él mató. Yo ya era grande y entraba en la edad en que ya no se escucha música nueva.

¿Qué banda de sonido le pondrán los viejos del futuro al final de los años kirchneristas y a esta nueva transición?


(Publicado en Brando, número de diciembre)

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